dimarts, 27 de juliol del 2021

Sobre la responsabilidad

 


Un nuevo artículo que trata Sobre la responsabilidad en la revista homonosapiens:

Sin responsabilidad resulta imposible tomar las riendas de nuestra vida y, de hecho, constituye la falta de ella uno de los mayores obstáculos para llegar a dueños y señores de lo que pensamos, hacemos y decimos. Obviamente, muchos de nuestros pensamientos, acciones y palabras se escapan a nuestro control porque se dan de forma mecánica e inconsciente. Pero, aunque en muchas ocasiones se nos «cuelan» algunos juicios, palabras y acciones que no hemos decidido por nosotros mismos, esto no significa que no seamos libres, ya que podemos hacernos conscientes, en mayor o menor medida, de lo que nos determina y adoptar una actitud hacia ello. Aquí es dónde radicaría nuestra identidad última, en cuanto ya no estamos en una posición de control, gestión o dominio de lo que pasa en nuestro interior y fuera de nosotros, sino en una posición de ver más claramente todo lo que sucede. 

No se trata, por tanto, de entender la responsabilidad como «un hacer lo que uno quiera» sino de «querer que pase lo que me acontece«. La libertad, desde esta concepción no contempla si lo que nos pasa está determinado, ni tampoco si tenemos más o menos libertad externa: ¿Cuántas veces nos hemos sentido prisioneros de unas circunstancias que hemos elegido «libremente»? La responsabilidad no está, pues, relacionada con mi libertad externa sino con la reconciliación con la realidad.  Spinoza en su obra Ética ilustra magistralmente esta idea: 

«No nos esforzamos por nada, no queremos ni apetecemos ni deseamos ninguna otra cosa porque la juzguemos buena, sino al contrario, juzgamos que una cosa es buena porque tendemos hacia ella, la queremos, la apetecemos y la deseamos».

A través de este texto, vemos que la libertad consiste en comprender la necesidad existente entre causas y efectos del universo, incluidas las del cuerpo y la mente humana. De esta manera está unida la libertad con la necesidad, aunque parezca contradictorio, porque la libertad es conocimiento de la necesidad y comprensión de la realidad, bajo la luz de la razón y de nuestra sensibilidad más profunda que nos permite formar una idea clara y distinta de nuestros juicios erróneos. Con ello Spinoza no niega la libertad, sino que remite la libertad al conocimiento. Éstas son sus palabras en su obra Ética:

 «Como la razón no exige nada que sea contrario a la naturaleza, exige, por consiguiente, que cada cual se ame a sí mismo, busque su utilidad propia -lo que realmente sea útil-, apetezca todo aquello que conduce realmente al hombre a una perfección mayor, y, en términos absolutos, que cada cual se esfuerce cuanto está en su mano para conservar su ser».

Es precisamente cuando el hombre comprende que no es libre cuando es libre. Así es como el conocimiento nos convierte en personas libres y por tanto responsables de nuestra vida. La virtud no es más que el esfuerzo por perseverar en el ser. ¿Qué significa perseverar en el ser? Es vivir de acuerdo con la verdad, en seguir ese anhelo interior de vivir en congruencia con la realidad y que nos lleva a vivir sin tener conflicto con ella. Sabemos que mucho de nuestro sufrimiento viene dado por no aceptar la realidad tal cómo es sino por pretender modificarla en cuanto no depende de nosotros. La responsabilidad «persevera en nuestro ser» en el momento que atendemos nuestras acciones asumiendo sus consecuencias y entendiendo en qué medida dependen de nosotros sus causas y efectos. Esto quiere decir que aceptamos nuestros errores y equivocaciones con una clara intención de aprender de éstos.  La responsabilidad, por tanto, nos acerca indudablemente a la vida buena

La responsabilidad, insisto, comporta una actitud en la que se da libertad de ser porque no me obstino en la idea de que las cosas deberían ser de una manera determinada. Aquí vale la pena rescatar a los estoicos, que al igual que Spinoza defienden que el mundo en su conjunto está sujeto a un determinismo, abren un margen a la libertad con la posibilidad de hacernos responsables en términos «de lo que depende de nosotros«. Resulta fundamental ver que esas acciones -las que dependen de mí- son asumidas por mí y no desplazo su desenvolvimiento y, por tanto, sus consecuencias a agentes externos, sean, el mundo, las circunstancias u otros. Somos los únicos seres que construyen representaciones y, por tanto, somos responsables de asumirlas como ciertas o no. Las falsas representaciones que asentimos como verdaderas son las que nos hacen esclavos y no libres. Dos son nuestras fuentes de esclavitud: los afectos (o pasiones) que inquietan sin cesar el alma, y las cosas exteriores. Epicteto dice:

«El principal quehacer en la vida es éste: distingue entre las cosas, sepáralas y dí: «Las cosas externas no dependen de mí, el albedrío depende de mí. ¿Dónde buscaré el bien y el mal? En lo interior, en lo mío”. Que en las cosas ajenas jamás hallarás ni bien ni mal, ni provecho ni daño, ni nada semejante.»

Responsabilizarse es poner claridad en lo que no confluye con nuestra libertad de ser, que es la ignorancia que obstaculiza el camino de ser. Resulta imprescindible descubrir que la libertad es una experiencia de ser, en la que vamos comprendiendo con más profundidad y radicalidad la realidad.

Otro factor imprescindible para vivir de forma responsable nuestra vida es el de distinguir entre responsabilidad y culpa. La diferencia más notoria es que en la culpa no hay aprendizaje sino una acusación o autoacusación de un suceso acontecido. Es decir, culpabilizar es señalar o señalarte como alguien que no hace las cosas bien y, de este modo, convertirse en un ser pequeño e insignificante que merece la reprobación, el castigo y la indiferencia. La culpa, por tanto, es el producto de un ego que se estanca en creencias limitadas. Por ejemplo, asumo que algo lo hice mal porque soy un desastre y nunca me doy cuenta de nada de lo que pasa alrededor. Ese relato me hunde en un estado de dolor porque me digo con reprobación que existe algo erróneo en mí que no me permite hacer las cosas bien. No me perdono ni mis equivocaciones ni mis errores por lo que la relación que tengo con lo que hago y conmigo mismo/a es conflictiva. A través de este ejemplo vemos dos elementos también imprescindibles a la hora de entender la responsabilidad que son la comprensión y el perdón. Cuando comprendo lo que ha pasado hay perdón de forma simultánea. Y la comprensión en este contexto no es un análisis mental de los efectos y las consecuencias de mis acciones erróneas, sino una visión más amplia de cómo vivo mi vida, en la que se da una reconciliación para poder ver más de lo que vemos. Asumimos la responsabilidad porque somos conscientes de nuestras equivocaciones, sin culpa y remordimiento, porque reconocemos nuestra ignorancia en nuestras decisiones y, eso nos lleva indudablemente a vivir con más verdad. 

Sentirnos responsables, por tanto, se vincula a un acompañamiento de nuestro sentir más profundo. En el ámbito existencial puedo mirar las consecuencias de una mentira a un amigo, en el que obviamente, se da cierto dolor por ello. Aquí, pensar o reflexionar sobre ello, no nos va a aportar mucha luz en la comprensión de lo sucedido. Lo que nos va a aportar una mayor lucidez es dar paso a ese sentir el dolor por el mal generado, y eso nos va a conducir a una nueva comprensión de la situación. No estoy hablando de una apología del sufrimiento, sino de dar cabida a la responsabilidad, no sólo a las razones de nuestra equivocación sino también a cierta inteligencia de un sentir que nos atraviesa como seres humanos que somos. Una inteligencia que nos informa de lo que nos afecta, de cómo nos relacionamos con el mundo y de su sentido. Responsabilizarnos bebe de la fuente del amor que surge de uno mismo que no es distinto del amor al otro y al mundo. En la culpabilidad hay resentimiento, desprecio y odio a uno mismo y a los demás. El amor, pues, se entiende como el impulso a seguir con fidelidad nuestro propio camino hacia la plenitud que anhelamos y, en el que somos responsables en la medida que nos abrimos a ver. Por eso, como decía, la responsabilidad y la libertad caminan juntas de la mano cuando buscamos más verdad en nuestra vida. Simplemente eso, ver, atender y amar danzan juntas en un baile en el que la responsabilidad ya no es buscada ni intencionada, sino que es el acompañante de ese baile en el que cada uno de nosotros hace del mundo su propio hogar. Esta idea la muestra Josep María Esquirol en su obra Humano más humano«:

«…lo humano, de raíz, está más vinculado con la responsabilidad que con el dominio; que una civilización más humana nos lleva a hacer del mundo nuestra casa más que a salir de casa para dominar el mundo; que una cultura más humana no es una cultura miedosa ni nihilista, sino la que sabe que no hay fuerza más intensa que la que se conjuga con el sentido. En la debilidad, lo humano, la vulnerabilidad …, se siente el pulso de la verdad «.

dissabte, 10 de juliol del 2021

Mi nuevo artículo en la revista homonosapiens: Sobre el autoconocimiento


 

Oímos hablar frecuentemente sobre el autoconocimiento, de su importancia y de la multitud de virtudes que puede aportar a las personas que llevan a cabo un trabajo de estas características. Pero, ¿qué es el autoconocimiento? En la actualidad se aborda desde diferentes disciplinas, enfoques y metodologías, lo que lleva a una concepción del trabajo de autoconocimiento muy amplia y difusa. En este artículo, lo abordaremos desde un contexto filosófico, y en particular, desde la Filosofía sapiencial.

Antes que nada, me parece necesario desvincular el autoconocimiento filosófico de un tipo de autoconocimiento que se ha popularizado mucho en estas últimas décadas, en el que opera una instrumentalización de este conocimiento para conseguir bienestar y paliar el sufrimiento. Estos objetivos, aun siendo del todo legítimos, se hallan muy alejados de lo que es el autoconocimiento filosófico. Este tipo de autoconocimiento se «vende muy bien» bajo la promesa de resultados rápidos y eficaces, todo ello sazonado con la idea de que la felicidad se puede adquirir bajo el dictamen de nuestra propia voluntad, ocasionando en la mayoría de ocasiones sentimientos de culpabilidad cuando no nos sentimos felices.  Una propuesta, por tanto, impositiva y autoritaria, que va en consonancia con la obligación de ser feliz, lo que algunos han llamado happycracia, término acuñado por Edgar Cabanas y Eva Illouz en un ensayo que lleva por título dicha palabra. Así dicen:

«Ahora la felicidad se considera como un conjunto de estados psicológicos que pueden gestionarse mediante la voluntad; como el resultado de controlar nuestra fuerza interior y nuestro auténtico yo; como el único objetivo que hace que la vida sea digna de ser vivida; como el baremo con el que debemos medir el valor de nuestra biografía, nuestros éxitos y fracasos, la magnitud de nuestro desarrollo psíquico y emocional. Más importante aún, la felicidad ha llegado a establecerse como elemento central en la definición de lo que es y debe ser un buen ciudadano».

Después de esta matización, volvamos a la pregunta enunciada anteriormente: ¿qué es el autoconocimiento filosófico?  Esta cuestión la abordaremos haciendo referencia a un concepto fundamental: la identidad esencial, que nos puede permitir ciertos atisbos -no pretendo ser exhaustiva- de lo que es el autoconocimiento filosófico. Partimos de la premisa de que queremos alcanzar un conocimiento, no de cómo somos sino de quiénes somos. En la historia de la filosofía se remite al autoconocimiento en estos términos, desde los mismos presocráticos y, de forma explícita, en Sócrates. Platón lo expresa en su obra Alcibíades, en boca de Sócrates en diálogo con Alcibíades, un joven que aspira a la política. Trata de recordarle que, antes de ser gobernante, su primera tarea como hombre es gobernarse a sí mismo, y no lo conseguirá si antes no se conoce a sí mismo. A partir de aquí y a través del bellísimo símil de la vista explicará el significado de la sentencia del Oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». En este texto, cuando se habla de visión está hablando de visión interior, y el autoconocimiento se entiende como “mírate a ti mismo”. Y mirarse a uno mismo no es “mirarse el ombligo” sino mirar lo que nos constituye esencialmente como seres humanos, que es aquello que gobierna en nosotros y fundamenta nuestra singularidad. Y aquello que gobierna en nosotros también es común en todos los seres humanos, por lo que podemos “mirarnos” a través del otro desde ese lugar común, no desde cualquier lugar. En el símil de la visión, la pupila hace de espejo para la mirada del otro y, por tanto, el ojo se conoce a sí mismo al reflejarse en la pupila del otro. En sus propias palabras: 

«¿Te has dado cuenta de que el rostro del que mira a un ojo se refleja en la mirada del que está enfrente, como en un espejo, en la que llamamos pupila, como una imagen del que mira…? Entonces, mi querido Alcibíades, si el alma intenta conocerse a sí misma ha de mirar a un alma, y sobre todo, a la parte de ella donde reside su excelencia, la sabiduría o algo parecido».

En esta interioridad compartida podemos reconocer a la divinidad: el conocimiento de sí. Según Platón, el trabajo de autoconocimiento, se da mediante una proyección hacia el otro, es decir, a través de otra persona que abre un espacio apropiado de comprensión espiritual en el que puede reflejarse la individualidad de nuestro propio ser. 

Si trasladamos todo esto a un lenguaje más coloquial y orientado a nuestra vida cotidiana, entendemos que la identidad profunda y esencial del ser humano no se reduce, pues, a nuestros pensamientos, emociones y acciones sino a algo más originario que fundamenta y origina estos mismos pensamientos, emociones y acciones. En el trabajo de autoconocimiento lo que buscamos es “vivirnos” desde ese lugar que nos trasciende y se manifiesta en nosotros. Para clarificar esta idea, pongamos un ejemplo, si yo busco un autoconocimiento psicológico, me quedaré en una indagación en la que mi identidad se identifica con la fluctuación de mis emociones y de pensamientos. Si estoy triste me identifico con la idea de ser una persona triste o depresiva, pero esto no es del todo así, porque estos estados no permanecen y no pueden decir mucho acerca de quién soy realmente. Lo mismo pasa con mis pensamientos: el que piense que soy torpe, no quiere decir que sea torpe, sino que me vivo como un ser torpe porque me he identificado con el pensamiento de que soy torpe. Tampoco, en el mismo sentido, soy lo que hago. Sin embargo, ¿quién soy sino soy ni mis pensamientos, ni mis acciones, ni tampoco mis emociones? Pues, ese alguien que es, y que no deja de ser, pese a que, en algunas ocasiones, se enfade, se muestra perezoso, torpe, poco sensible o se sienta poco inteligente, porque como he dicho, esos estados fluctúan y no nos definen esencialmente como personas. Y lo que queda, aunque se quede atascado en múltiples recovecos, es un ser que anhela desenvolverse hacia su propia plenitud.

El autoconocimiento desde el Enfoque sapiencial es una invitación a “vivirnos” desde el ámbito del ser. ¿Cómo se hace este trabajo? Partiendo de ver quiénes no somos, de sumergirnos bajo esas capas en las que asumimos erróneamente que nuestros pensamientos, emociones y acciones son los que constituyen nuestra identidad. Tapan nuestra identidad real, ese lugar del que Platón nos hablaba en boca de Sócrates, que es el alma, entendida como sabiduría y camino de virtud. No se trata, pues de pensar sobre la tristeza que siento, haciendo un análisis o haciendo un discurso teórico de ella, ni tampoco de identificarse con la tristeza que siento como un ser triste, sino de sentir la tristeza que siento.  Sentir que siento tristeza no es lo mismo que sentirme triste. En ese sentir que siento abro un espacio en el que me hago consciente de mi propio sentir, desde dónde y cómo me relaciono con lo que siento. Sentir que siento tristeza me permite ver lo que me digo y lo que me cuento y ver las reacciones de esos juicios que enmarañan un sentir más profundo y genuino. Me hace estar atento y no tan abducido por los deseos, temores, necesidades, expectativas y miedos a los que me aferro. Me permite gobernar lo que va sucediendo porque estar consciente de mi sentir me permite focalizar en lo que sí puedo cambiar, afrontar y comprender y, al mismo tiempo, aceptar lo que no puedo cambiar ni controlar.

En relación íntima con la identidad esencial está, por tanto, nuestra sabiduría interior porque la verdad, lo auténtico, lo más real, está en el interior de las personas. En el autoconocimiento no nos basamos en un anhelo o amor a la sabiduría que proceda de fuentes externas a nosotros mismos, ni buscamos maestros que suplan o ninguneen la inteligencia intrínseca de cada uno. Platón liga esta idea con el concepto de reminiscencia. En el Menón, Sócrates defiende que “conocer es recordar” y que el conocimiento implica un “reconocimiento”, es decir, un recuerdo de las Ideas que el alma conoció antes de encarnarse en un cuerpo. Aquí en este punto converge la idea de la inmortalidad del alma con la de recordar quienes somos. La sabiduría, por tanto, no es un estado nuevo, algo que tengamos que incorporar desde el exterior, sino es el redescubrimiento de nuestra propia naturaleza. Se trata de apartar el velo que oculta nuestro propio ser. Un velo que se difumina cuando vemos claramente lo que tapa y obstaculiza nuestro propio desenvolvimiento como personas.  No es una eliminación sin más, sino un mirar que permite ver el ser sin veladuras

El autoconocimiento, entonces, es recordar lo que somos y hemos olvidado porque nos hemos aferrado a lo que creemos ser. Despertar el recuerdo en nosotros de quienes somos a través de la práctica de mirar hacia nosotros mismos -esa parte en la que podemos ser amos de nuestra vida- y de contemplar a través de nuestra experiencia lo que subyace más allá de ella. A partir de nuestras inquietudes, temores y preocupaciones se halla el anhelo de un ser que quiere ser más real, auténtico y pleno. No quedarnos, en definitiva, en la superficie sino desde allí sumergirnos en el fondo del océano que palpita en nuestro ser. Plotino, con la «simplicidad de su mirada» (Pierre Hadot) nos deja con estas bellas palabras que ilustran magistralmente esta idea:

«Regresa a ti mismo y mira: si aún no te ves bello, haz como el escultor de una estatua que ha de salirse hermosa: quita, raspa, pule y limpia hasta que hace aparecer un bello rostro en la estatua. También tú, quita todo o que sea superfluo, endereza todo lo que sea tortuoso, limpia todo lo que esté oscuro, abrillántala y no ceses de “esculpir” tu propia «estatua» hasta que resplandezca en ti el divino esplendor de la virtud, hasta que veas «la Sabiduría en pie sobre su sagrado pedestal» ¿Has llegado a esto? ¿Has visto esto?…[…] Si ves que te has convertido en esto, convirtiéndose tú mismo en una visión al adquirir confianza en ti mismo y ascender hacia lo alto, al tiempo que permaneces en este mundo, sin necesidad ya de quien te guíe, entonces, ¡fija inmensamente los ojos y mira!».