Nuestros padres nos han enseñado desde muy pequeños que es de buena educación dar las gracias y es de mala educación el no hacerlo. Con ello me estoy refiriendo a una educación que está vinculada a la obediencia, al deber, a lo correcto. Pero, más allá de una educación meramente formal, que considero necesaria en cuanto propicia una mejor convivencia, se da otra acepción de la gratitud desde una dimensión más profunda y radical en nuestra existencia, que es lo que trataré de hilvanar a continuación, y que no pretende, en absoluto, substituir o negar la anterior, sino nutrirla y enriquecerla.
Primero de todo, quiero recalcar que una de las cuestiones que más me ha dado que pensar, en mi trabajo de autoconocimiento, ha sido el de la gratitud, y es en el que he intentado -e intento- poner más luz. Partiré, pues, de mi singular experiencia para profundizar más en la cuestión. Recibí una educación en la que me dijeron que dar las gracias suponía deber algo a alguien o, en caso contrario, que me debían algo si me las daban a mí. Y, aunque, es cierto que prefería que me debieran antes de deber yo algo, pude vislumbrar que, en realidad, la gratitud tiene que ver mucho con el amor. En este caso el amor es colocarse de alguna manera en la posición del dar, pero no de un dar que espera algo, que exige algo, sino de un dar incondicional y que se “abre” también al otro: “no hay un dar sin recibir”. La gratitud, pues, parte de ese querer sin condiciones, expectativas y exigencias. La gratitud, por tanto, tiene que ver con el amor, con el amor que soy, que somos, con la unidad con el Todo. Jäger Wiligis en su obra Sobre el amor nos dice:
Más bien (el amor) intenta hacer accesible un territorio para la unión íntima, que supere ampliamente el «Yo te amo» y el «Tú me amas». Se trata del terreno de la unidad con todos y con cada uno. Supera la visión antropocéntrica del mundo y nuestro egocentrismo. Coloca en el foco de atención las verdades de fondo y hace que sean accesibles nuestros lazos con las causas más profundas de nuestro ser. Aquí no se experimenta el yo como algo separado de todo lo demás, sino como una ola del océano.
En el acto de agradecer más genuino se da, pues, un reconocimiento de algo. Recibimos lo que se nos da, o se nos presenta, como algo valioso y, a la vez, expresamos ese reconocimiento de forma íntima y/o verbal. Y, ahí viene uno de mis campos de batalla más encarnizados: ¿cómo voy a reconocer esos actos que resultan dolorosos, injustos o aberrantes? Y, haciendo referencia en nuestro contexto actual al coronavirus, ¿cómo vamos a agradecer que amenace un virus nuestra vida y nuestra estabilidad económica? De primeras, resulta de poco sentido común e ilógico agradecer lo que aparentemente nos daña; aunque es bien sabido, que el sentido común y la lógica no siempre van de la mano de la verdad más profunda y radical. Se acepta, de forma generalizada, por tanto, una creencia basada en que es de agradecer lo «positivo» y lo «agradable», pero no lo que sentimos que nos «pesa» o limita. Normalmente, se entiende como algo que nos aleja de la vida buena, y que emerge de concepciones simplistas de la felicidad, que no atienden a abrirse a todas las dimensiones de la vida. Sin embargo, no hay alegría sin transitar la tristeza de momentos dolorosos, ni tampoco haber aprendido de las dificultades. Y eso es, cuando ocurre evidentemente, es de agradecer, porque comporta más comprensión y, por tanto, más verdad. Nietzsche, en la Gaya ciencia nos da un buena lección de ello:
Vivir: esto significa para nosotros transformar constantemente en luz y llama todo lo que somos, también todo lo que nos afecta, y no podemos en modo alguno hacer otra cosa. Y en lo que concierne a la enfermedad, ¿no estaríamos casi tentados de preguntar si podemos siquiera prescindir de ella? Sólo el gran dolor es el liberador último del espíritu… Sólo el gran dolor, aquel largo y lento dolor que se toma tiempo, en el que somos quemados como madera verde, por así decir, nos fuerza a nosotros filósofos a descender a nuestra última profundidad y a despojarnos de toda la confianza, de toda la placidez, de todos los velos, de la gentileza y la mezquindad en las que tal vez hemos instalado nuestra humanidad. No estoy seguro si el dolor nos «mejora», pero sé que nos vuelve más profundos.
El agradecimiento desde la filosofía sapiencial está íntimamente unido con “vivirnos” desde nuestra identidad última y más profunda, que no es más que nuestra capacidad de amar, comprender y crear, cualidades esenciales del ser humano. Desde este lugar es desde donde podemos hacer posible un cambio de mirada para poder ejercitarnos en el agradecimiento más profundo: en contemplar como la Vida se manifiesta a través de nosotros. Se nos hace evidente que no tan solo nos conforma lo que nos conmueve y nos alegra, sino también lo que nos entristece y nos da miedo. En todo ello se encuentra la posibilidad de profundizar y ahondar en la realidad del ser humano, que es, esencialmente, la misma en todos los seres humanos. Y en ese reconocimiento profundo de quiénes somos es donde se nos hace evidente que la Vida nos posee y se manifiesta a través de nosotros. Agradecer íntimamente esto es todo un ejercicio vital que nos remite a la vida buena.
La mejor expresión de nosotros viene, por tanto, a través del reconocimiento esencial de quiénes somos y, de ahí surge el agradecimiento más profundo y genuino. No en vano, se difundió en los clásicos, entre ellos a Sócrates, la práctica del autoconocimiento con el objetivo de ahondar en el conocimiento de la realidad humana. Esa ingente tarea de muchos pensadores, para dar más luz a nuestra conciencia, es también otro motivo de agradecimiento, ya que nos muestra la idea de que en nuestro interior se halla la chispa que nos trasciende y que también nos alimenta. Recordando a Pierre Hadot: “a través de la introspección accedemos a la Universalidad del pensamiento del Todo”. ¿Quién soy yo? Soy anhelo y deseo de verdad y, en esa verdad, reside la evidencia de que soy con los otros y con el mundo que me sostiene. Para agradecer, pues, es necesario abrir bien los ojos. Es aquí donde radica la actitud filosófica de un saber vinculado a un “despertar”. Miremos, pues, el mundo con esos ojos, “que nos permitan dotar de alas nuestras almas”. Tal como dice Filón:
Quienes practican la sabiduría están en excelente disposición para contemplar la naturaleza y todo lo que ella contiene; observan la tierra, el mar, el aire y el cielo con todos sus moradores; gozan pensando en la luna, en el sol, en los demás astros, errantes y fijos, en sus evoluciones y si bien a causa del cuerpo están atados aquí abajo, a la tierra, dotan de alas a sus almas a fin de avanzar entre el éter y contemplar las potencias que allá habitan, como conviene a verdaderos ciudadanos del mundo. Rebosantes de este modo de una perfecta excelencia, acostumbrados a no tomar en consideración los males del cuerpo ni las cosas exteriores […] se entiende que tales hombres, en los goces de sus virtudes, pueden convertir su vida entera en una fiesta.
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