Mi nuevo artículo: Sobre el pensar y el sentir en la revista Homonosapiens.
Es bien sabido que a lo largo de
la historia de la filosofía occidental se ha proporcionado una
relevancia desproporcionada al pensamiento respecto a las emociones. Un
planteamiento que supone, en la mayoría de ocasiones, un predominio del
uso de la razón para la toma de decisiones en el ámbito del obrar, y en
nuestra vida, desligado de nuestras emociones. Se ha presupuesto que
nuestras emociones nos molestan, nos confunden e interfieren en nuestro
propio discernimiento. Sin embargo, y éste es el tema a tratar, existe
más que una íntima y necesaria relación entre pensar y sentir, que nos
permite vislumbrar que forman parte de una unidad indisoluble a la hora
de hablar de la vida buena, en términos de autenticidad, plenitud y de acuerdo con la verdad. El conocimiento no puede surgir de otra fuente que la de nuestro sentir más profundo. Y más bien, me atrevería a decir, que el verdadero conocimiento surge de sentir la vida.
Empecemos, lo primero de todo,
matizando qué es “pensar” y “sentir”, para ir desgranando y clarificando
después la cuestión de base. Pensar deriva del latín pendeo
(“pesar”, “calcular”, “colgar”). Se hace referencia con ello a una
báscula mental para “pesar” nuestros argumentos y escoger el que tiene
más peso. En consecuencia, pensar es una actividad racional y
discursiva. En una acepción más general es cualquier actividad mental
incluyendo desear, dudar, querer imaginar, que es la designada por
Descartes con el término cogito. Por otra parte, sentir proviene del verbo sentire que
se traduce como “percibir”, “discernir por los sentidos”, “escuchar”,
que implica tanto la percepción sensible como el pensar. Desde la
biología y la psicología se habla de emociones instintivas, naturales y
físicas, necesarias para la supervivencia y, además, también de las
emociones que son conformadas por nuestra mente y que operan en un
ámbito físico y conductual. Sin embargo, estos términos necesitan ser
completados, si queremos hablar de la relación existente entre el sentir
y el pensar. La filosofía sapiencial señala un sentir vinculado al sentir profundo,
que es un sentir que afecta completamente todo nuestro ser, frente a un
sentir mediado por el pensamiento. Es decir, sentimos profundamente
cuando nos abrimos a la vida tal como se nos presenta y, con ello, nos
sumergimos en la totalidad del mundo. Esta idea está en consonancia con
una concepción del hombre en la que se subraya la dimensión ontológica
de la identidad última del ser humano. Los filósofos antiguos llamaban a
esta dimensión nous (“espíritu”, “intelecto” o “conciencia pura”), que
se caracterizaba por permitir al ser humano transcender su
individualidad y ser Uno con el Todo. Me remito a una cita, que puede
ser clarificadora, de Pierre Hadot en La filosofía como forma de vida:
“En términos generales, personalmente tendería a representarme la elección filosófica fundamental, es decir, el esfuerzo a la sabiduría, como una superación del yo parcial y personal, egocéntrico, egoísta, para alcanzar el nivel de un yo superior que ve todas las cosas desde la perspectiva de la universalidad y la totalidad, que toma conciencia de sí mismo como parte del cosmos, que abraza entonces la totalidad de las cosas”.
Los estoicos,
desde esta concepción, establecieron una relación entre pensar y
sentir, proponiendo una vía de discernimiento para reconocer nuestro
auténtico sentir. Éste se constituye por sensaciones naturales como son
por ejemplo el hambre y la sed y los sentimientos puros como
son, entre muchos otros, la rabia y el dolor. Son reconocibles como
tales porque expresan lo que sentimos de forma natural en una situación
real y nos permiten alcanzar la serenidad (apatheia) y ser más lúcidos en situaciones adversas. Mientras que las pasiones –definidas
como las perturbaciones del alma– son identificables porque generan un
sufrimiento evitable. Son el producto de nuestra mente en la medida que
creemos que nuestros juicios acerca de las cosas son reales. Epicteto dice:
“Los seres humanos se ven perturbados, no por las cosas, sino por sus opiniones, es decir, por las falsas representaciones que se hacen de las cosas”.
Por ejemplo, es una muestra de
sentimiento puro el dolor natural inevitable que siento como ser humano
ante el final de una relación sentimental, mientras que una pasión
conlleva sufrimiento,
esta vez evitable, en tanto que es generado por nosotros mismos cuando
pensamos que no somos dignos de ser amados. En este segundo caso, el
sufrimiento se basa en un juicio subjetivo erróneo –no en la realidad–
que no me deja estar con claridad en el presente y, en consecuencia, me
desconecta del dolor natural de pérdida, que es en realidad, lo que me
permitiría atravesarlo.
Es importante, por tanto, para
poder relacionar íntimamente el pensar con el sentir, que sintamos la
conexión con nuestro sentir profundo, porque si no, nuestro pensar
adoptará un papel obstaculizador para alcanzar una vida buena. Ahora
bien, ¿de qué forma nos desconectamos de nuestro sentir más profundo?
Citaré algunos casos. Uno de ellos, es el miedo a sentir,
el miedo a mostrarnos, basado en la desconfianza de nuestras propias
capacidades. El miedo genera bloqueo, falta de avance de nuestro
desarrollo como persona y nos habitúa a actuar desde ese miedo. No somos
nosotros los que hablamos, sino nuestro miedo a ser juzgados, valorados
o, bien, pasamos a ser la voz que se siente incapaz de gestionar otra
vida. Otro caso es el de las personas que sustituyen su sentir por discursos ajenos a
su propia vida extraídos de libros, documentos, conferencias, en suma,
de lo que dicen otros. Resulta imposible que un discurso de este tipo
pueda calar en nosotros cuando no sale de una experiencia que nos haya
resonado muy profundamente. La sabiduría no puede concebirse desde otro
punto de salida que nuestro sentir vital auténtico, que impregna todo
nuestro ser. Un tercer caso es el de la racionalización, cuando pensamos
para negar nuestro sentir. Muchas veces, nos damos cuenta de que
estamos pensando demasiado, que estamos en un bucle infinito de
pensamientos repetitivos. En lugar de entregarnos a la experiencia
presente, nos sorprendemos con ese ruido mental,
que nos impide disfrutar del paisaje por donde paseamos, de la
conversación que mantenemos…, cuando examinamos los pros y contras,
buscamos explicaciones, intentamos justificarlo o analizarlo todo. Se
trata, en definitiva, de pensar para evitar sentir, sufrir, cuando es
realmente no sentir lo que produce sufrimiento. Por último –aunque hay
más estrategias para evitar el sentir profundo–, trataré del
sentimentalismo, que identifica el sentir intenso como el auténtico
sentir. Se buscan emociones intensas que
tienden al desbordamiento emocional, y se perciben como inauténticas
las que carecen de intensidad. Al contrario de lo que muchos piensan, no
es que esa persona “sienta mucho” sino que piensa de forma inadecuada
porque cree que sufrir le hace sentirse más potente y vivo. Se aleja de
sentir de forma lúcida, responsable y autónoma, y se convierte en un
sujeto pasivo a la búsqueda de elementos externos que den sentido a su
existencia.
Ahora, llegados a este punto, podemos dilucidar mejor la relación entre el pensar y el sentir.
Pensar es sentir profundamente en conexión con lo que soy realmente, en
oposición a un discurso aislado de lo que sentimos. Se produce cuando
me des-identifico de mis creencias limitadas y estoy realmente presente.
Es decir, que para alcanzar una vida plena es inevitable cultivar la
atención de nuestro sentir. Sentir por todos nuestros poros de la
piel, el mundo, las personas, la vida misma, sin juzgar, analizar,
proyectar, ni tampoco estar pendientes de las expectativas, y mucho
menos, instalarnos en la búsqueda de resultados. Es dejar que las cosas
se me presenten tal como son, es decir sin resistirnos a sentir la vida tal como es. No
concibo el pensamiento filosófico –ni cualquier otro– si no surge de lo
que sentimos honestamente en el presente. Cuando no caemos en la
añoranza de las imágenes del pasado, cuando no generamos constantes
proyecciones del futuro; en definitiva, cuando nos empeñamos en mantener
vivas películas que solo alimentan la identificación con nuestras ideas
y emociones, y refuerzan un ego que reprime mi sentir más auténtico.
Por el contrario, así pues, si no partimos de ese sentir, deambulamos
sin rumbo, sin sentido, por el mundo. De hecho, perdemos realidad como
seres, dado que, cuanto menos sentimos auténticamente, menos reales somos.
Pensar, en definitiva, es un eco, es una prolongación de nuestro sentir más profundo. En palabras de Josep Mª Esquirol en La penúltima bondad, que define a lo seres humanos como seres sintientes que razonamos:
“El sentir es la base de la racionalidad y, por eso, quien no siente será “insensato,” es decir, no razonable”.
Es obvio que podemos pensar sobre la vida, pero no
será más que un parloteo vacío y hueco, si no ha emergido desde un
diálogo sentido en primera persona, en el que todo mi ser se haya puesto
en juego. Y es desde aquí, cuando alcanzamos las cuotas más altas de
lucidez, profundidad y objetividad en nuestro pensamiento. ¿Qué
aspiración de verdad puede poseer mi pensamiento sobre el sentido de la
vida, si no parto de cuál es el sentido que tiene la vida para mí, qué
creencias, prejuicios, contradicciones son las que generan resistencia a
vivir mi vida estando yo presente? Vivir es sentir que vivimos y no pensar que vivimos.
Y este sentir no lo explicamos, sino que lo acogemos, cuidamos, le
prestamos atención, y nos lleva a estar más despiertos, a emerger de las
sombras de la caverna platónica y a transformar nuestra mirada. Una
mirada que se amplía, se torna más honda, intuitiva y lúcida. Recojo,
para acabar, esta misma idea a través de las palabras de Mónica Cavallé en El arte de ser:
“Pero el conocimiento al que nos invita la filosofía sapiencial es más amplio y profundo que el conocimiento que nos proporcionan nuestros juicios y argumentos, que las conclusiones que el pensamiento discursivo nos permite alcanzar. Hay un conocimiento que no equivale a poseer ideas y argumentos adecuados, sino al despertar de nuestra sensibilidad profunda: una sensibilidad que a su vez equivale a ser, un ser que es también un mirar”.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada