dimarts, 20 de novembre del 2018

Sobre la escucha a los demás

Recién salido del horno un nuevo artículo que trata sobre la carencia de la escucha que se da en el mundo de hoy.

Sobre la escucha a los demás 

Resulta bastante evidente en nuestros tiempos el déficit de escucha que predomina en nuestras vidas. Oímos pero no escuchamos con atención, detenimiento, pausa y sosiego a los demás. Frecuentemente hablamos sin tener en cuenta lo que nos dicen. De este modo, los diálogos se convierten en monólogos, que chocan unos con otros, sin llegar a despegar juntos, en el anhelo de encontrarnos en un espacio en el que juntos busquemos una verdad compartida. Estamos, frente a frente, separados por un muro de incomprensión e inmersos en un desierto, en el que el desamor nos envuelve, bajo la influencia de nuestras creencias limitadas, que alimentan la desconfianza en la realidad, en las personas, en definitiva, en nosotros mismos, alejándonos de la auténtica escucha, desde la que podemos atender y acoger a los que hablan, con sus dudas, inquietudes, cuestionamientos y sus diversas comprensiones del mundo. Ante este hecho pernicioso, creo necesario reivindicar y poner énfasis en la escucha atenta más que en el decir, abrirse a una escucha que desea apertura, acogimiento y comprensión del otro, más allá de sus palabras y, atendiendo también sus silencios, gestos y afectividad. El filósofo Zenón de Elea reflejaba ya en el siglo V a.C la importancia de esta facultad hoy tan visiblemente poco valorada:
Nos han sido dadas dos orejas, pero únicamente una boca, a fin de que podamos escuchar más y hablar menos.
Sólo hay que fijarse en nosotros mismos para detectar las interferencias más habituales en la falta de escucha, que nos abocan a navegar solos y convertirnos en náufragos solitarios en un mundo en el que, paradójicamente, las redes sociales deberían permitir una mejor comunicación. Las interferencias más habituales son la falta de atención por falta de interés, que es cuando deambulamos en nuestros propios pensamientos, mientras las palabras de los demás pasan a convertirse en un mero ruido de fondo. También, es bastante común, la interferencia de nuestras expectativas –lo que esperamos oír– , desde las que reaccionamos con la interrupción o con la indiferencia por lo que nos dicen. Otro caso es el de la desconfianza, que nos conduce a mantener una distancia con el que habla, a quien tememos creer y, por tanto, no escuchamos. En otras ocasiones, tomamos como real lo que hemos interpretado, y señalamos de forma compulsiva aquella frase que creemos que nos han dicho pero que no han hecho, a pesar de que nos repitan que lo hemos oído o entendido mal. Es también visible, en muchas ocasiones, la instrumentalización de los demás para entendernos a nosotros mismos –cuando así nunca lo conseguimos– o cuando nos comparamos a otros para poder salir airosos o derrotados en una ficticia batalla en la que el ego es el principal protagonista. En todos estos casos, no salimos del caparazón egótico y no alcanzamos a comprender que la escucha es relación con el otro, es decir, el ser otros en nosotros mismos.
Podemos remontarnos, buscando la causa de esa carencia de escucha en nuestra vida, a la misma tradición filosófica occidental en la que se prioriza el decir sobre el oír, que se traduce, en muchos casos, en la imposición a los demás de un cierto pensamiento y en pronunciaciones verbales totalmente irrelevantes. No hay más que mirar las consecuencias de ello en el ámbito educativo, que es el que más conozco, para validar esta teoría. Pero, en general, podemos aplicarlo a todos los ámbitos de la vida pública y privada, véase el mundo de la política y los efectos nocivos de esta falta de escucha en nuestra sociedad. Por todo lo dicho, reivindicar la escucha en el mundo de hoy, se convierte en una necesidad prioritaria. ¿Cómo podemos desarrollar una escucha más atenta? En la misma pregunta ya viene implícita la idea de que la escucha se ejercita, que es un arte, lo que implica una ascética para “afinar” la capacidad de atender y acoger a los demás. Una de las prácticas necesarias para ello es la del autoconocimiento, de modo que no interfieran prejuicios y creencias limitadas que mitiguen, e incluso anulen la escucha. Es, por tanto, un “entrenamiento” para llegar a un silencio interior o quietud capaz de desatender los pensamientos que ocupan la mente, lo que no es más que la desidentificación de nuestras emociones y creencias. En palabras de Chuang Tzu:
Si el agua deriva lucidez de la quietud, ¡cuánto más las facultades mentales! La mente del sabio, al estar en reposo, se convierte en el espejo del universo, el speculum de toda creación.
Si no lo hacemos, interpretamos lo que nos dicen en base a estas interferencias, que no son más que los límites de nuestra comprensión. Nuestros temores y expectativas “moldean” a los demás, en el sentido de que, a través de ellas, construimos una interpretación alejada de lo que las cosas son. Por ejemplo, si creemos que los demás saben más que nosotros, reaccionaremos ante ellos a la defensiva o nos esconderemos para que no vean que no sabemos o, por el contrario, si pensamos que nosotros sabemos mucho, no les escucharemos porque creeremos que los demás no nos van a aportar nada que no conozcamos de antemano. Cabe decir que la humildad es un elemento clave para la auténtica escucha: suspendemos lo que sabemos –no lo conocemos todo– para dejar espacio a lo que saben los demás.
En la ejercitación de una escucha más profunda es esencial también tener en cuenta que ésta sea una escucha contemplativa, en la que se pretende llegar a la “visión” de la verdad experienciada por todos, más que una escucha indagativa, conceptual o argumentativa. El concepto de la visión está muy enraizado en la filosofía y se vincula a la transformación de la mirada, de una mirada más lúcida y penetrante del mundo. Vemos no solo con nuestros ojos, sino también con los ojos de los demás y, juntos, no sumamos perspectivas, sino que habitamos juntos una visión, que se hace más profunda, con más presencia y realidad. Con esta práctica, nos entrenamos para construir un espacio común en el que los demás son acogidos con todo nuestro ser. Se trata, pues, de la presencia de los demás en nosotros mismos.
Por otra parte, también resulta clave la apertura de nuestra afectividad, dejarnos afectar por lo que nos dicen. Abarca, por tanto, todos los sentidos, que se abren a sentir y, por tanto, a escuchar, a atender el deseo de buscar la verdad, lo auténtico y honesto que expresamos en nuestros gestos, palabras o silencios. Resulta proporcional el deseo de escucha con la calidad de ésta. Con ello, nuestra escucha deviene más atenta y selectiva a la hora de acoger, entender y comprender a los demás, mientras que oír implica un acto pasivo en el que nos llegan sonidos externos porque tenemos la capacidad de sentirlos. Escuchamos porque queremos. En esta práctica, aprendemos a desatender el “ruido” que no dice nada, producido por monólogos dogmáticos, algunos disfrazados de pasión o, incluso, de falsas cualidades, que se alimentan de una vanidad ególatra. También nos hacemos indiferentes a los que hablan utilizando palabras de terceros, que remiten la voz de otros y no la propia. La mayoría de la gente no sabe escuchar porque casi toda su atención está ocupada por su pensamiento y no por lo verdaderamente importante: el Ser de la otra persona debajo de las palabras y de la mente. Como dice Pierre Hadot:
En el diálogo “socrático” la verdadera cuestión que se trata no es “de qué se habla, sino aquel que habla”.
Para acabar, quiero recalcar que escuchar es un arte en el que acogemos a otros en nuestro interior y, por lo tanto, es una expresión sublime de amor. Es un modo de expresar al otro que lo que dice tiene valor, que lo que comunica no cae en el vacío, que tiene interés. Al reconocer esto, el otro se siente aceptado y valorado como persona. Amar es permitir que el otro se manifieste, el deseo de comprender el otro, de acogerlo en su propio sentir, una práctica del respeto, cediéndole el espacio y el tiempo para que se muestre. Y, a medida que nos damos cuenta de que lo que escuchamos no es únicamente la historia de una persona individual, sino la historia de todos nosotros, de la humanidad, se expande una onda expansiva amorosa y una toma de conciencia muy reveladora: el reconocimiento de que la historia de cualquier otra persona también es nuestra historia, aunque nos resulte dura, contraria a nuestros principios e incluso abominable o inaceptable. Esta acción de compartir nuestra verdad implica valentía, por una parte, porque plantea no sólo un cuestionamiento de nuestra propia verdad, sino también que estemos libres de prejuicios en la escucha, para poder interpretar juntos la misma sinfonía que penetra profundamente en la vida, al son de un mismo latido que proviene simultáneamente de todos nosotros. Dejo, estas palabras de Krishnamurti extraídas de su libro Sobre el amor y la soledad, que ilustran a la perfección la relación entre escucha y amor:
Usted ve la belleza de un crepúsculo, los hermosos cerros, las sombras a la luz de la luna. ¿Cómo comparte eso con un amigo? ¿Diciéndole: «mira ese cerro maravilloso»? Puedo decirlo, pero ¿es eso compartir? Cuando de veras comparte algo con otro, significa que ambos deben tener la misma intensidad, al mismo tiempo y en el mismo nivel. De lo contrario no pueden compartir, ¿verdad? Ambos deben tener un interés común, deben encontrarse en el mismo nivel, sentir la misma pasión; si no es así, ¿cómo pueden compartir algo? Pueden compartir un pedazo de pan, pero no es de eso de lo que estamos hablando. Para ver algo juntos, lo cual implica compartir, ambos deben verlo, no concordar o disentir al respecto, sino ver juntos lo que realmente es; no interpretarlo conforme a mi condicionamiento o a su condicionamiento, sino ver ambos, simultáneamente, lo que eso es. Y para ver algo juntos, debemos estar libres para observar, para escuchar. Esto significa no tener prejuicios. Sólo entonces, con esa cualidad del amor, existe el compartir.



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