Resulta bastante evidente en nuestros tiempos el
déficit de escucha que predomina en nuestras vidas. Oímos pero no
escuchamos con atención, detenimiento, pausa y sosiego a los demás.
Frecuentemente hablamos sin tener en cuenta lo que nos dicen. De este
modo, los diálogos se convierten en monólogos, que chocan unos con
otros, sin llegar a despegar juntos, en el anhelo de encontrarnos en un
espacio en el que juntos busquemos una verdad compartida. Estamos,
frente a frente, separados por un muro de incomprensión e inmersos en un
desierto, en el que el desamor nos envuelve, bajo la influencia de
nuestras creencias limitadas, que alimentan la desconfianza en la
realidad, en las personas, en definitiva, en nosotros mismos,
alejándonos de la auténtica escucha, desde la que podemos atender y
acoger a los que hablan, con sus dudas, inquietudes, cuestionamientos y
sus diversas comprensiones del mundo. Ante este hecho pernicioso, creo
necesario reivindicar y poner énfasis en la escucha atenta más que en el
decir, abrirse a una escucha que desea apertura, acogimiento y
comprensión del otro, más allá de sus palabras y, atendiendo también sus
silencios, gestos y afectividad. El filósofo Zenón de Elea reflejaba ya en el siglo V a.C la importancia de esta facultad hoy tan visiblemente poco valorada:
Nos han sido dadas dos orejas, pero únicamente una boca, a fin de que podamos escuchar más y hablar menos.
Sólo hay que fijarse en nosotros mismos para detectar
las interferencias más habituales en la falta de escucha, que nos
abocan a navegar solos y convertirnos en náufragos solitarios en un
mundo en el que, paradójicamente, las redes sociales deberían permitir
una mejor comunicación. Las interferencias más habituales son la falta
de atención por falta de interés, que es cuando deambulamos en nuestros
propios pensamientos, mientras las palabras de los demás pasan a
convertirse en un mero ruido de fondo. También, es bastante común, la
interferencia de nuestras expectativas –lo que esperamos oír– , desde
las que reaccionamos con la interrupción o con la indiferencia por lo
que nos dicen. Otro caso es el de la desconfianza, que nos conduce a
mantener una distancia con el que habla, a quien tememos creer y, por
tanto, no escuchamos. En otras ocasiones, tomamos como real lo que hemos
interpretado, y señalamos de forma compulsiva aquella frase que creemos
que nos han dicho pero que no han hecho, a pesar de que nos repitan que
lo hemos oído o entendido mal. Es también visible, en muchas ocasiones,
la instrumentalización de los demás para entendernos a nosotros mismos
–cuando así nunca lo conseguimos– o cuando nos comparamos a otros para
poder salir airosos o derrotados en una ficticia batalla en la que el
ego es el principal protagonista. En todos estos casos, no salimos del
caparazón egótico y no alcanzamos a comprender que la escucha es
relación con el otro, es decir, el ser otros en nosotros mismos.
Podemos remontarnos, buscando la causa de esa
carencia de escucha en nuestra vida, a la misma tradición filosófica
occidental en la que se prioriza el decir sobre el oír, que se traduce,
en muchos casos, en la imposición a los demás de un cierto pensamiento y
en pronunciaciones verbales totalmente irrelevantes. No hay más que
mirar las consecuencias de ello en el ámbito educativo, que es el que
más conozco, para validar esta teoría. Pero, en general, podemos
aplicarlo a todos los ámbitos de la vida pública y privada, véase el
mundo de la política y los efectos nocivos de esta falta de escucha en
nuestra sociedad. Por todo lo dicho, reivindicar la escucha en el mundo
de hoy, se convierte en una necesidad prioritaria. ¿Cómo podemos
desarrollar una escucha más atenta? En la misma pregunta ya viene
implícita la idea de que la escucha se ejercita, que es un arte, lo que
implica una ascética para “afinar” la capacidad de atender y acoger a
los demás. Una de las prácticas necesarias para ello es la del
autoconocimiento, de modo que no interfieran prejuicios y creencias
limitadas que mitiguen, e incluso anulen la escucha. Es, por tanto, un
“entrenamiento” para llegar a un silencio interior o quietud capaz de
desatender los pensamientos que ocupan la mente, lo que no es más que la
desidentificación de nuestras emociones y creencias. En palabras de Chuang Tzu:
Si el agua deriva lucidez de la quietud, ¡cuánto más las facultades mentales! La mente del sabio, al estar en reposo, se convierte en el espejo del universo, el speculum de toda creación.
Si no lo hacemos, interpretamos lo que nos dicen en
base a estas interferencias, que no son más que los límites de nuestra
comprensión. Nuestros temores y expectativas “moldean” a los demás, en
el sentido de que, a través de ellas, construimos una interpretación
alejada de lo que las cosas son. Por ejemplo, si creemos que los demás
saben más que nosotros, reaccionaremos ante ellos a la defensiva o nos
esconderemos para que no vean que no sabemos o, por el contrario, si
pensamos que nosotros sabemos mucho, no les escucharemos porque
creeremos que los demás no nos van a aportar nada que no conozcamos de
antemano. Cabe decir que la humildad es un elemento clave para la
auténtica escucha: suspendemos lo que sabemos –no lo conocemos todo–
para dejar espacio a lo que saben los demás.
En la ejercitación de una escucha más profunda es
esencial también tener en cuenta que ésta sea una escucha contemplativa,
en la que se pretende llegar a la “visión” de la verdad experienciada
por todos, más que una escucha indagativa, conceptual o argumentativa.
El concepto de la visión está muy enraizado en la filosofía y se vincula
a la transformación de la mirada, de una mirada más lúcida y penetrante
del mundo. Vemos no solo con nuestros ojos, sino también con los ojos
de los demás y, juntos, no sumamos perspectivas, sino que habitamos
juntos una visión, que se hace más profunda, con más presencia y
realidad. Con esta práctica, nos entrenamos para construir un espacio
común en el que los demás son acogidos con todo nuestro ser. Se trata,
pues, de la presencia de los demás en nosotros mismos.
Por otra parte, también resulta clave la apertura de
nuestra afectividad, dejarnos afectar por lo que nos dicen. Abarca, por
tanto, todos los sentidos, que se abren a sentir y, por tanto, a
escuchar, a atender el deseo de buscar la verdad, lo auténtico y honesto
que expresamos en nuestros gestos, palabras o silencios. Resulta
proporcional el deseo de escucha con la calidad de ésta. Con ello,
nuestra escucha deviene más atenta y selectiva a la hora de acoger,
entender y comprender a los demás, mientras que oír implica un acto
pasivo en el que nos llegan sonidos externos porque tenemos la capacidad
de sentirlos. Escuchamos porque queremos. En esta práctica, aprendemos a
desatender el “ruido” que no dice nada, producido por monólogos
dogmáticos, algunos disfrazados de pasión o, incluso, de falsas
cualidades, que se alimentan de una vanidad ególatra. También nos
hacemos indiferentes a los que hablan utilizando palabras de terceros,
que remiten la voz de otros y no la propia. La mayoría de la gente no
sabe escuchar porque casi toda su atención está ocupada por su
pensamiento y no por lo verdaderamente importante: el Ser de la otra
persona debajo de las palabras y de la mente. Como dice Pierre Hadot:
En el diálogo “socrático” la verdadera cuestión que se trata no es “de qué se habla, sino aquel que habla”.
Para acabar, quiero recalcar que escuchar es un arte
en el que acogemos a otros en nuestro interior y, por lo tanto, es una
expresión sublime de amor. Es un modo de expresar al otro que lo que
dice tiene valor, que lo que comunica no cae en el vacío, que tiene
interés. Al reconocer esto, el otro se siente aceptado y valorado como
persona. Amar es permitir que el otro se manifieste, el deseo de
comprender el otro, de acogerlo en su propio sentir, una práctica del
respeto, cediéndole el espacio y el tiempo para que se muestre. Y, a
medida que nos damos cuenta de que lo que escuchamos no es únicamente la
historia de una persona individual, sino la historia de todos nosotros,
de la humanidad, se expande una onda expansiva amorosa y una toma de
conciencia muy reveladora: el reconocimiento de que la historia de
cualquier otra persona también es nuestra historia, aunque nos resulte
dura, contraria a nuestros principios e incluso abominable o
inaceptable. Esta acción de compartir nuestra verdad implica valentía,
por una parte, porque plantea no sólo un cuestionamiento de nuestra
propia verdad, sino también que estemos libres de prejuicios en la
escucha, para poder interpretar juntos la misma sinfonía que penetra
profundamente en la vida, al son de un mismo latido que proviene
simultáneamente de todos nosotros. Dejo, estas palabras de Krishnamurti extraídas de su libro Sobre el amor y la soledad, que ilustran a la perfección la relación entre escucha y amor:
Usted ve la belleza de un crepúsculo, los hermosos cerros, las sombras a la luz de la luna. ¿Cómo comparte eso con un amigo? ¿Diciéndole: «mira ese cerro maravilloso»? Puedo decirlo, pero ¿es eso compartir? Cuando de veras comparte algo con otro, significa que ambos deben tener la misma intensidad, al mismo tiempo y en el mismo nivel. De lo contrario no pueden compartir, ¿verdad? Ambos deben tener un interés común, deben encontrarse en el mismo nivel, sentir la misma pasión; si no es así, ¿cómo pueden compartir algo? Pueden compartir un pedazo de pan, pero no es de eso de lo que estamos hablando. Para ver algo juntos, lo cual implica compartir, ambos deben verlo, no concordar o disentir al respecto, sino ver juntos lo que realmente es; no interpretarlo conforme a mi condicionamiento o a su condicionamiento, sino ver ambos, simultáneamente, lo que eso es. Y para ver algo juntos, debemos estar libres para observar, para escuchar. Esto significa no tener prejuicios. Sólo entonces, con esa cualidad del amor, existe el compartir.
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