Mi nuevo artículo en la revista Homonosapiens
que trata sobre la importancia de hacer buenas preguntas que nos llevan
a penetrar en la realidad de las cosas y, también, sobre las respuestas
que vienen de una escucha atenta y cuidadosa. Es el siguiente:
Actualmente, la mayoría de las personas tienden, de
forma generalizada, a ver el mundo desde una mirada resolutiva, buscando
soluciones rápidas y fáciles a todo lo que les preocupa, molesta o
intimida, preocupados más por resolver que por comprender, indagar y
clarificar sus propias concepciones del mundo. Se da, por tanto, una
mirada a la vez utilitarista e instrumentalizadora que se dirige a la
consecución de buenos resultados en sus acciones, pensamientos y
palabras. En este trasiego de miradas que rozan la superficie de la
vida, las personas se atiborran de premios, elogios y likes.
Esto da lugar a que nuestra identidad se diluya en un baile de máscaras,
dirigido por un público que no resulta en absoluto neutral, pues
infantiliza y ningunea el criterio propio. ¡Qué lejos estamos así de
gozar del presente de forma incondicional, de descansar en el lugar
dónde podamos saborear los matices, contemplar los detalles y
deleitarnos con la contemplación de lo simple!
Evidentemente, con ello no quiero negar la
importancia de una mirada utilitaria y resolutiva hacia los problemas
que se plantean a diario en nuestras vidas, y que resulta imprescindible
para gestionar nuestra vida diaria. Sin embargo, se dan algunos
problemas de índole existencial y vital que no quedan resueltos de esta
forma. Por ejemplo, por mucho que quiera solucionar un problema de
insatisfacción en el trabajo, no lo podré hacer si no me detengo a
preguntarme qué es lo que está pasando. Imagínate que
este malestar proviene de mi temor a mostrarme tal como soy o que mi
valía reside en la valoración y reconocimiento de otros. Me pueden dar
pautas y recomendaciones para que no piense, me relaje o me resigne,
incluso para que abandone este trabajo. Pero, probablemente, emergerá de
nuevo esa desconexión con mi valía incondicional y propia, cayendo así
en una dinámica en bucle, con situaciones que de forma sospechosa
convergen en un “ay, siempre me pasa lo mismo…”
En filosofía, la vía propuesta para mirar el mundo es
el que se corresponde a una mirada que deviene contemplativa -no
discursiva, ni resolutiva, ni enjuiciadora, ni analítica- para
permitirnos ver lo que nos cuesta o no queremos ver. Uno de los
elementos claves que nos posibilita alcanzar más toma de conciencia
sobre la realidad es el arte de hacerse “buenas preguntas”.
Con la pregunta, nos situamos en un lado o en otro desde donde
mirarnos, contemplar el mundo y a los demás. Estás decidiendo, de alguna
manera, cómo vivir tu vida. En palabras de Heidegger:
Filosofar consiste en preguntar por lo extraordinario… y no sólo es extraordinario aquello que se pregunta, sino el preguntar mismo… Todo preguntar es un buscar. Todo buscar tiene su dirección previa que le viene de lo buscado… El preguntar tiene, en cuanto preguntar por… aquello que se pregunta. Todo preguntar por es en algún modo preguntar a…
Es importante distinguir, por tanto, entre preguntas
“no muy buenas” que nos dejan indiferentes y, otras, en cambio, que nos
conmueven profundamente porque abren nuevas vías para desdibujar los
contornos que nos mantienen prisioneros. Si estás atento acerca de qué te preguntas,
ante una situación de desasosiego, apatía vital, incertidumbre o
confusión, podrás comprender mejor cuáles son tus límites para
comprender el mundo. Por ejemplo, si te preguntas cómo solucionarlo, vas
a enfocarte hacia el resultado, evitando una mirada que se sumerja de
forma profunda en la realidad. Si te preguntas la razón por la que el
mundo está confabulado contra ti, vas a contemplar la realidad desde una
mirada de víctima. Si te preguntas por qué siempre lo haces todo mal,
estás viendo el mundo desde una perspectiva impregnada de frustración,
en la que el culpable eres tú.
Hacer buenas preguntas requiere tener una mirada penetrante y lúcida
que respete en esencia lo que la filosofía es: amor al conocimiento. La
búsqueda de la verdad es el horizonte en el que se mueven las buenas
preguntas, para que el interlocutor vaya desde la superficie hacía lo
más hondo de su ser. Se necesita también, estar atento a lo que no
acaba de cuadrar, que puede ser sospechoso y que nos lleva a tirar del
hilo, para “verlo” mejor. También se necesita querer ver. Aceptar,
también, que no hay respuestas exactas, sino comprensiones que nos
llevan a adquirir mayor conciencia de la realidad. Nadie mejor que Sócrates
para guiarnos en el arte de hacer buenas preguntas a través del
diálogo. Con las cuestiones que lanzaba a sus interlocutores aspiraba a
que ellos mismos “diesen a luz” nuevas comprensiones, sin imponerles
cómo habían de pensar o de vivir. Este método se conoce como el arte
mayéutica. Platón en el Teeteto hace referencia al método socrático con estas palabras:
Mi arte mayéutica tiene las mismas características que el arte [de las comadronas]. Pero difiere de él en que hace parir a los hombres y no a las mujeres, y en que vigila las almas, y no los cuerpos, en su trabajo de parto. Lo mejor del arte que practico es, sin embargo, que permite saber si lo que engendra la reflexión del joven es una apariencia engañosa o un fruto verdadero.
Por último, en la filosofía, se ha
solido dar más relevancia a la pregunta que a la respuesta. Es evidente,
tal como hemos dicho anteriormente, que las buenas preguntas marcan un
territorio nuevo a explorar, en el que puedan brotar nuevas
comprensiones. Es esa pregunta, que trastoca nuestro interior, la que
nos permite entrever un amplio horizonte de nuevos sentidos. Esa
pregunta siempre nos aturde y nos vuelve de nuevo una y otra vez. No nos
deja tranquilos porque nos está avisando de que hay algo que necesita
ser visto y trascendido. Sin embargo, también podemos hablar en el
ámbito filosófico de respuestas cuando las entendemos
en este sentido apuntado anteriormente, es decir, como una nueva
comprensión que nos acerca a la verdad. La respuesta no la vamos a
alcanzar a través del pensamiento, sino a través de la vinculación con
ciertas experiencias -un estado de ser- que nos transforma.
La respuesta, más que buscarla, nos llega, cuando
estamos presentes y escuchamos. Supone, por tanto, también dirigir
nuestra atención a lo que moviliza la pregunta en nuestro interior y
“escuchar” la respuesta. Según Mónica Cavallé en El arte de ser:
Si se nos hace una pregunta de cierto alcance, solemos creer que, para responder adecuadamente, tenemos que analizar antes lo que vamos a responder y controlar de algún modo nuestra respuesta. Pero lo cierto es que, simplemente estando presentes y escuchando, la respuesta se alumbra sin necesidad de empujarla, controlarla o manipularla. Dirigimos la atención, pero, acudiendo a la expresión oriental, «no empujamos el río». Y dirigir la atención es escuchar. Si escuchamos bien, estando presentes en nuestra escucha, la respuesta surgirá por sí misma. Más genéricamente, cuando en nuestra vida escuchamos la realidad, la situación global en la que nos hallamos, nuestra propia interioridad, a las personas, etcétera, las respuestas adecuadas –palabras y acciones– surgirán; y si alguna de estas acciones requiere esfuerzo y disciplina, el esfuerzo y la disciplina también surgirán.
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